viernes, octubre 31, 2008

Noche de difuntos

Halloween se nos ha colado, así, de rondón. No es que esté en contra, me gusta aprovechar la excusa de esa noche, y salir a tomar una cerveza rodeado de decoración siniestra y gente disfrazada.

Pero me da pena, y hablo dentro del ámbito de la creación de terror, que se pierda un cierto espíritu de introspección, de inquietud presente siempre en España en esa noche de difuntos.

Debo reconocer que mientras para muchos se trata de una fecha asociada al dolor, al recuerdo y a la pérdida, a mí más bien me producía y produce un cierto desasosiego relacionado con la incertidumbre, la incertidumbre eterna, la eterna pregunta, cabría señalar.

Recuerdo cuando era muy niño, había años en los que acudíamos al cementerio de la capital días antes, por eso de aprovechar el día de fiesta y poder ir a pasarlo a la casa del pueblo, y allí visitar a otros difuntos. Reconozco que no soy uno de esos tipos a los que los cementerios provocan ya sea un arrobamiento pseudo romántico, ya sea un pavor constreñido. No, no eran los cementerios, era el ambiente, la forma en la que uno vivía esos días. Porque en la casa del pueblo no había televisión, tan sólo una vieja radio que apenas se dejaba sintonizar y que no paraba de escupir un chisporroteo inconstante que a veces ahogaba la voz del locutor y la música clásica que solían emitir esas fechas. Era el aspecto de mi padre, sombrío, respetuoso; era el silencio que empapaba el aire del pueblo; era el frío, ese primer mordisco del invierno, un invierno con ganas de adelantarse, estirando su zarpa de hielo y viento; era aquella vela, una gran vela, que mi madre colocaba en un rincón de la cocina, que no dejaba de agitarse creando sombras deformes…
Día de difuntos, noche de difuntos. Incertidumbre. Uno era muy joven, un niño curioso y tímido que todavía andaba modelando su pensamiento, sus ideas.

En días así era fácil abrir puertas, esas puertas que conducen a grandes espacios oscuros, espacios llenos de monstruos, de preguntas y dudas acerca de la muerte.

No soy científico, pero he estudiado una carrera científica; procuro agudizar en todo lo posible mi pensamiento crítico, aislar en el cuarto de la fantasía aquello que es fantasía. Y sin embargo a veces las puertas se abren, lo sobrenatural asoma la cabeza, y debo realizar un gran esfuerzo para recolocar, para no sucumbir, llámese a la atracción estética, al inconsciente atávico, religioso y tradicional, a la duda silenciosa.

Quizá por eso escribo historias de terror.